Mitos de la Medicina
Desde #noticiassemFYC compartimos un artículo publicado en la revista El Rapto de Europa nº 32 (diciembre 2016) escrito por Alberto López García-Franco que resume los puntos más importantes de la investigación científica reciente en la Medicina a través de su comparación con la mitología.
Sobre Prometeo encandilado
El enorme avance científico de la última centuria ha posibilitado el diagnóstico y control de muchas de las enfermedades que asolaban nuestra existencia.
La Medicina ha obtenido tan notables éxitos en su lucha contra el dolor, la enfermedad y la muerte, que hemos llegado a creernos que con ella habíamos arrebatado el fuego a los dioses, sobredimensionando sus dones y exagerando nuestras expectativas. La sociedad actual tiene en la salud su máxima aspiración y casi todo parece supeditarse en términos de “ser o no ser” saludable.
Como toda religión, la salud se dota de sus liturgias (los chequeos), sus templos (los hospitales) y sus sacerdotes (los superespecialistas). El desarrollo de la farmacología, creando nuevas moléculas, y de los nuevos procedimientos diagnósticos tanto de laboratorio como de pruebas de imagen han sido los nuevos prometeos que casi nos acercaban la inmortalidad. Nos hemos familiarizado con conceptos como el proyecto genoma, las células madre, la medicina regenerativa, que como cantos de sirenas alimentan nuestro deseo de trascendencia y obran como los nuevos paradigmas que garantizan nuestra pervivencia por los siglos de los siglos… amén de otras bondades en la búsqueda de la felicidad.
Sin embargo, las expectativas generadas no se corresponden en absoluto con la realidad. La excesiva tecnificación de la Medicina no solo no es capaz colmar nuestras expectativas, sino que puede tener consecuencias desastrosas para las sociedades en las que se implanta, convirtiendo las supuestas ambrosías en auténticas “cajas de Pandora” de funestos efectos. Analicemos detenidamente los mitos actuales de la Medicina.
Sobre la prevención o Ulises tentado por los cantos de sirenas…
Desde diferentes instancias se nos anima a que nos sometamos a continuos chequeos para garantizar un perfecto estado de salud. Los medios de comunicación insisten en la idoneidad de dichas revisiones, que tienen como común denominador que todas se realizan con periodicidad anual y que se basan en la realización de pruebas diagnósticas indiscriminadas o en la visita al especialista del ramo. En prensa, radio y televisión aconsejan a los hombres de más de 45 años acudir al urólogo periódicamente, y a las mujeres de cualquier edad realizar anualmente la “revisión ginecológica”, cuando la indicación de acudir al ginecólogo con la periodicidad que tarda la tierra en dar una vuelta alrededor del sol (¿o es al revés, en términos de salud?) tiene la misma razón de ser que solicitar consultas anuales con el neurocirujano o con el dermatólogo, aunque… no demos ideas. Pareciera que la Medicina debe “dar fe” de normalidad de cada una de las etapas y momentos vitales del individuo, por lo que no tardando mucho no sería excepcional que junto con las unidades de menopausia o de menarquia se crearan unidades de jubilación o de bodas de oro. En un artículo publicado el pasado 30 de octubre de 2014 en el periódico El País con el título “8 pruebas médicas que no debería retrasar más”, se presenta como información científica contrastada lo que en realidad no es más que una campaña de marketing de hospitales privados o de empresas aseguradoras. Todas estas campañas de “marketing sanitario” pueden producir efectos deletéreos importantes tanto para la organización que las promueve (si no producen beneficios tangibles ocasionan un gasto sanitario injustificado) como para el individuo que las sufre. Primero, por la falsa seguridad que producen al vincular la salud del individuo a la normalidad de determinados parámetros analíticos: una persona fumadora, sedentaria y obesa puede salir “airosa” del chequeo, justificando de esta manera sus nada saludables estilos de vida. Pero sobre todo por la vulnerabilidad que provoca el falso etiquetado de enfermo cuando no se es tal. Sobre esta cuestión nos prevenía ya hace años el padre de la llamada “medicina basada en la evidencia”, el doctor Sackett, quien alertaba de que el 5% de las personas sanas sometidas a un test de laboratorio, daría un resultado falsamente patológico. Esta cifra puede elevarse al 23% si se somete a 5 test, y hasta un 64% si se realizan 202. Nuestras posibilidades de ser etiquetados erróneamente como enfermos aumentan exponencialmente a medida que vamos acumulando pruebas diagnósticas y visitas al especialista. Esto incrementa enormemente las posibilidades de recibir tratamientos injustificados o nuevas pruebas diagnósticas confirmatorias, muchas veces, no exentas de riesgo. La “espiral de violencia sanitaria” se ha desatado. Una mujer de 55 años puede ser diagnosticada de osteoporótica o de osteopénica por el resultado de una densitometría. ¿Significa eso que tiene altas probabilidades de fracturarse en los próximos diez años? Rotundamente no. ¿Significa que tiene alguna probabilidad mayor de tener una fractura a lo largo de su vida (posiblemente a los 75-80 años) que las mujeres con mayor densidad mineral ósea? Probablemente sí. Ante tanta ambigüedad, ¿qué significado tiene esa prueba, aparte de aumentar el número de mujeres vulnerables?
Difícil de explicar, sobre todo si consideramos que el elemento de comparación de la densidad mineral ósea son poblaciones de mujeres entre 20 y 30 años, edades en las que se consigue el mayor pico de masa ósea, y ante las cuales cualquier mujer por encima de los 50 años va a salir perdiendo en la comparación.
La actitud juiciosa no es la de realizarse anualmente chequeos indiscriminados, sino someterse a determinadas pruebas en función de la edad, sintomatología y determinados factores de riesgo. La magnitud de los efectos colaterales de estos cribados masivos se puede entender si consideramos que la tercera causa de mortalidad en EE. UU. es la debida a los efectos secundarios de los tratamientos, intervenciones o pruebas diagnósticas realizadas en el ámbito sanitario. Del cribado del cáncer de próstata se puede derivar una prostatectomía que produzca impotencia e incontinencia urinaria, y todo ello, sin que existan estudios que prueben que la realización del PSA en población asintomática (una proteína que se puede determinar en un análisis de sangre, y que se relaciona con el cáncer de próstata) se asocie con una reducción significativa de la mortalidad. Y es que a veces diagnosticamos tumores que no van a matar al individuo (el llamado sobrediagnóstico), dolencias de nula repercusión, y alteraciones analíticas que expresan la variabilidad biológica y que no se corresponden con enfermedades. En esta seducción por la tecnología de la que participan los individuos de las sociedades desarrolladas y en las que se consume salud como un bien de consumo más, se nos insta a la realización de una panoplia de pruebas sin sentido crítico alguno, y sin que hayan demostrado eficacia alguna. Resulta carente de sentido realizar una citología al inicio de la vida sexual activa, como se preconiza desde diferentes ámbitos. Primero, porque el virus papiloma humano (VPH), el elemento necesario para que se produzca el cáncer de cérvix y que se transmite por contacto sexual, se presenta en el 80% de las mujeres jóvenes, pero suele ser transitorio y desaparecer a los pocos años. Es su persistencia a partir de los 30 años lo que supone un factor de riesgo para el cáncer de cérvix. Segundo, porque el proceso de implantación de un cáncer es lento y tarda al menos 10-15 años en producirse. No parece adecuado, como objetivo, detectar/preocupar/etiquetar a ese 80% de las mujeres clasificándolas como de “alto riesgo”. Parece más razonable indicar las citologías a partir de los 25 años y posiblemente determinación de VPH a partir de los 30 años, en mujeres con factores de riesgo. Con los chequeos indiscriminados pasamos de lo ineficaz a lo absurdo, ratificando lo obvio y confirmando lo evidente. ¿Tiene sentido, como proponen en el artículo mencionado anteriormente, realizar estudios hormonales de estrógenos, hormona folículo estimulante u hormona luteinizante a una mujer fértil, que tiene reglas normales? La respuesta es no, porque su equilibrio hormonal está garantizado por el simple hecho de que menstrúa. ¿Tiene sentido solicitarlo a una mujer menopáusica?
Tampoco, porque su alteración está garantizada por el simple hecho de que sus ovarios no son funcionantes y su producción de hormonas se reduce drásticamente. La fascinación por las tecnologías puede llegar al paroxismo cuando nos animan a realizarnos revisiones periódicas auditivas con regularidad. ¿Significa eso que puedo estar sordo y no saberlo? Como vemos, son muchos los aspectos a considerar la hora de intervenir en población sana y gran parte de ellos de calado ético. No solo hablamos de la beneficiencia de la intervención o de su no maleficiencia, sino que también podemos comprometer otros principios éticos, como el de la autonomía o el de justicia. De autonomía hablamos cuando analizamos el alarmismo social con el que se desarrollan algunas campañas de prevención y la vulnerabilidad a la que sometemos a los pacientes con los falsos etiquetados de enfermedad. El etiquetado de enfermo (y más si se trata de un cáncer), produce una merma en la calidad de vida del individuo, convirtiéndolo en un ser vulnerable y enfermizo (incluso en los falsos positivos que luego se confirma que no padecen la enfermedad).
Muchas de las campañas preventivas tienen el común denominador de alarmar a la población sobre futuros males y exagerar los beneficios de los cribados, minimizando sus efectos secundarios. Tan solo cantos de sirena de bondades inexistentes. En los años 70, las campañas publicadas en el New York Times enfatizaban sobre los signos de alerta del cáncer de colon: sentirse bien, tener apetito saludable y tener 50 años (y eso con un riesgo de cáncer en los próximos 10 años del 6 por 1000). Fantástico mensaje a la población: ni se le ocurra ser feliz y despreocupado ¡Bonjour tristesse!.
De justicia deberíamos hablar si analizamos todo el gasto sanitario que estas pruebas generan y que, en un contexto de coste oportunidad, impiden la utilización de esos recursos en actividades de mayor rendimiento para la salud y para la sociedad. Demasiados cantos de sirena inconsistentes que a veces consiguen su propósito de embaucar a la población. Una ingeniosa forma de plasmar esta percepción es la que utiliza Ian Morrison, consultor especializado en temas de gestión sanitaria, “cuando él nació en Escocia la muerte era vista como inminente, mientras se formó en Canadá comprobó que se vivía como inevitable, pero en su actual residencia californiana parece que allí se perciba como opcional”.
La Sociedad Española de Medicina Familiar y Comunitaria (semFYC) inició hace más de 25 años el Programa de Actividades Preventivas y de Promoción de Salud (PAPPS) que pretende, con las consideraciones antes expuestas, seleccionar qué pruebas son recomendables y cuáles no. Para ello evalúa, no solo la validez de los test de cribado (porcentaje de falsos negativos –personas en las que el test da normalidad a pesar de tener la enfermedad– o de falsos positivos –personas que son diagnosticadas erróneamente como enfermos sin padecer la enfermedad–) sino su eficacia. Se analiza la evidencia científica sobre los beneficios que producen en términos de reducción de la mortalidad, mejora de la calidad de vida o disminución de la carga de enfermedad. Existen igualmente organismos internacionales como el United States Preventive Services Task Force (USPSTF) dependiente de los servicios de salud americanos, o el Instituto Nacional Británico para la Salud y los Cuidados (NICE), que emiten recomendaciones periódicas, con idéntica función. En los últimos años se ha acuñado el término de prevención cuaternaria, que junto con la prevención primaria (evitar que aparezcan las enfermedades), secundaria (disminuir su progresión) y terciaria (disminuir sus secuelas), configuran las estrategias preventivas de las que nos dotamos. Y ¿en qué consiste la prevención cuaternaria? Precisamente en prevenirnos de los desmanes que la prevención, en cualquiera de sus formas, puede ocasionar en los individuos y en las sociedades. Por todo ello la mejor recomendación que podemos hacer a cualquier ciudadano, y en la que coinciden los organismos antes citados, es que procure hacer ejercicio, evite el tabaco y realice un consumo moderado de alcohol. Tómese la tensión arterial periódicamente.
Hágase cada 4 o 5 años unos análisis que incluyan determinación de glucosa y colesterol. Si es usted mujer, hágase citologías cada 3 años, a partir de los 25 años, y mamografías cada 2 años a partir de los 50 años. Todas estas actividades se las puede realizar en su centro de salud, en cualquiera de las visitas que tenga que hacer a su médico de familia.
Todo el tiempo que iba a dedicar a acudir a revisiones de especialistas o a realizarse pruebas superfluas, dedíquelo a estar son sus amigos, invertirlo en sus aficiones y en ser feliz. Y es que, como decía el profesor Sackett en un editorial titulado “La arrogancia de la medicina preventiva”, la medicina preventiva es algo demasiado serio como para dejarlo en manos de los especialistas…
Sobre el diagnóstico precoz y el “sobrediagnóstico” o el hilo de Ariadna y el intrincado camino para salir del laberinto
Desconozco los efectos secundarios de “la hora H”, pero no me son ajenos los del “Día D”. Con relativa frecuencia nos llegan desde los medios de comunicación reclamos publicitarios con los que, a propósito de la proclamación del “día de algo”, se conmemora alguna efeméride o se intenta concienciar a la población sobre problemas sociales de diferente índole. En lo concerniente a la salud no es infrecuente que en el día señalado (día del alzheimer, día del cáncer de pulmón) se mencione, como un lugar común, la importancia del diagnóstico precoz.
Desgraciadamente esto no siempre es así, y diagnosticar precozmente una enfermedad que hoy por hoy no tiene tratamiento, lo único que consigue es aumentar el tiempo de enfermedad del paciente (incluso en los estadios en los que la enfermedad todavía no ha dado la cara), disminuyendo su calidad de vida sin prolongar su supervivencia.
El diagnóstico precoz puede llegar antes incluso de que aparezca la enfermedad. Se trata del nuevo fenómeno que se está produciendo en los últimos años y que podríamos definir como “preenfermedades”. El preenfermo es aquella persona que no llega a superar los umbrales diagnósticos de enfermedad, pero se sitúa cerca de ellos. Así, los profesionales de la salud hemos contemplado cómo a la glucemia basal alterada (entidad definida por cifras de glucosa que no superan el límite por encima del cual se habla de diabetes (126mg/dl), pero que tampoco presenta cifras de glucemia normales, por debajo de 110 mg/dl) se la definía como prediabetes. Y eso que tan solo el 30% de los pacientes que presentan la glucemia basal alterada se tornarán en diabéticos en los próximos 10 años.
¡Habría más razones para denominarnos precadáveres a la generalidad de los seres humanos!. De prehipertensión se ha hablado en la literatura médica cuando se tienen cifras normales de tensión arterial..., pero altas. Y de preosteoporosis a aquellas mujeres con disminución de masa ósea (osteopenia) y que no llegan al rango de osteoporosis, comparándolas con jovencitas de 25 años. El común denominador de todos estos estados es el intento de buscar tratamientos que eviten el paso de preenfermedad a enfermedad (aquí la cadena puede ser infinita tratando a pre-pre-pre-enfermos) aunque ninguno ha mostrado eficacia y sí efectos secundarios. Sobre esta situación se reflexiona en un reciente artículo de la Revista JAMA, llamando la atención sobre la divulgación este prediagnóstico de prediabetes, inexistente en la literatura médica hace 10 años.
Posiblemente fiel al concepto de diagnóstico precoz se sitúa la doble estrategia de disminución de los umbrales diagnósticos y la equiparación de los factores de riesgo con enfermedad. De la primera situación hablamos cuando analizamos por ejemplo la disminución del criterio de normalidad en relación con la glucemia. La Asociación Americana de Diabetes, sin ninguna evidencia epidemiológica, disminuyó el criterio de normalidad de 110 mg/dl a 100. De pronto cientos de millones de personas engrosaron el club de los pacientes con glucemia basal alterada. En la guerra contra el colesterol no se permite armisticio alguno y cada vez se bajan más las cifras objetivos de colesterol, hasta el punto que de seguir por este camino ni tan siquiera vamos a tener el colesterol suficiente para sintetizar las gozosas hormonas sexuales… ¡Pero el placer es un lujo innecesario que las sociedades de la salud no deben permitirse! En este sentido resultan ilustrativos los resultados del estudio Rotterdam en el que valoran las consecuencias de aplicar, en población mayor de 50 años, las recomendaciones de diferentes guías clínicas de suficiente prestigio en la comunidad científica: una europea y dos americanas (la recientemente publicada de la Asociación Americana de Cardiología y de la Asociación del Corazón (ACC/AHA, la ATP III). Con la ACC/AHA, se trataría farmacológicamente al 96,4% de los hombres y al 65,8% de las mujeres. Con las recomendaciones de la ATP III al 52% de los hombres y al 35,5% de las mujeres. Con la europea, al 66,1% de los hombres y al 39,1% de las mujeres. Y eso que no estamos hablando de una enfermedad, sino tan solo de un factor de riesgo. Ni que decir tiene que la industria del medicamento propicia determinados consensos que tan pingües beneficios procura, pero de esto hablaremos en el apartado “sobre la búsqueda del conocimiento en la ciencia médica”. Cómo decía Mark Twain, el desarrollo de la Medicina ha sido tan impresionante, que ha conseguido que todos estemos enfermos.
El desarrollo tecnológico de la medicina y su aplicación indiscriminada ha posibilitado que además del diagnóstico precoz y del prediagnóstico, tengamos que hablar del sobrediagnóstico. Ya nos hemos referido a él al hablar del cáncer de próstata. El sobrediagnóstico se refiere a aquellas situaciones en las que diagnosticamos procesos que no van a tener ninguna repercusión en la vida del individuo, pero que son vividos como espadas de Damocles en su propia existencia.
El sobrediagnóstico no solo se da en los test diagnósticos no aconsejados, sino también en los unánimemente recomendados, como es el caso de la mamografía, sobre la cual desde hace años revolotea la sospecha del mismo. Se ha detectado incremento del cáncer de mama en estadio inicial (hasta en un 500%, según algunas series) sin que se produzca la consiguiente disminución de los tumores en estadios avanzados. Para muchos autores, el sobrediagnóstico se cuantifica en un 19%, estimándose que por cada vida salvada con el diagnóstico precoz del cáncer de mama, hay de 2 a 10 sobrediagnósticos. Mujeres cuya curva vital ha sufrido una fractura que se podría haber evitado si no se hubiesen realizado la mamografía.
¿Significa esto que no hay que hacer mamografías? Seguramente no, y así los exponen tanto el PAPPS, como la USPSTF, que recomiendan su realización, pero en los intervalos de edad donde la prueba es más eficaz y en donde se ha demostrado que reduce la mortalidad: entre 50 y 70 años. La realización de mamografías en mujeres sin antecedentes familiares de enfermedad, entre los 40 y los 50 años, como preconizan entidades del ámbito privado, no está recomendada, y no solo por motivos económicos, sino de salud pública. No se ha demostrado que la realización de mamografías en este rango de edad sea eficaz, y sí puede tener efectos secundarios, como son el incremento del número de cánceres debido al exceso de radiación por mamografías. Además, teniendo en cuenta que existen estudios que demuestran que tras 10 mamografías, el 49% de las mujeres tendrán un resultado falso positivo, estamos favoreciendo, con la realización de mamografías a partir de los 40 años, la necesidad de biopsias que obran como factor de riesgo añadido. El cribado de cáncer de próstata y la mamografía entre 40 y 50 años son pruebas no recomendadas por mucho que se incluyan, con el afán de captar clientela, en el petitorio de muchas entidades privadas. Esperemos que el hilo de Ariadna nos permita salir de este intrincado laberinto sin más enfermedades que las que el fallo de nuestros organismos nos generen, ni más tratamientos que los que por sentido común y por evidencias científicas nos correspondan.
Sobre la innovación tecnológica en medicina o la imposición a Orfeo de no volver la vista atrás, ni siquiera para mirar a Eurídice
En el año 1974, el informe Lalonde (en honor al ministro de Sanidad canadiense del momento) titulado “Una nueva perspectiva sobre la salud de los canadienses” analizaba los determinantes de salud que influían en la reducción de la mortalidad. Tan solo un 11% de los resultados de salud eran debidos a la asistencia sanitaria y a las nuevas tecnologías diagnósticas y terapéuticas. Sin embargo, a pesar de la importancia que tenían los estilos de vida, la biología humana y el ambiente, el 90% del gasto en EE. UU. recaía sobre el sistema sanitario.
Las cosas no han cambiado desde entonces, y el mito de la tecnificación médica pervive a pesar de que multitud de estudios epidemiológicos reconocen la importancia de los hábitos saludables, de los entornos amigables y de las condiciones sociales del individuo(nivel económico y educativo y entorno social).
No andaba muy descaminado el médico y patólogo, Rudolf Virchow, propulsor de la teoría celular de la medicina a principios del siglo XX, cuando dijo que la Medicina era una ciencia social. Existen numerosos estudios que demuestran la asociación entre ingresos y mortalidad, como el recientemente publicado en la revista JAMA en el que se observa que la diferencia de esperanza de vida entre el 1% de la población más rica de Estados unidos es de 14,6 años si se comparan con el 1% más pobre, y esta relación es lineal. Existen mapas de metro de las principales ciudades en los que se evidencia cómo a medida que nos acercamos al extrarradio las razones de mortalidad estandarizadas (RME: cociente entre muertes observadas y muertes esperadas; una relación mayor de 1, denota un exceso de mortalidad sobre la esperada) se incrementan. En el mapa de Madrid, mientras que en Tres cantos la RME es del orden de 0,69 en Villaverde es de 2. De esta manera, se concede casi tanta importancia al código genético como al código postal, y esta “vulnerabilidad” podría incluso transmitirse a la descendencia.
Así lo interpreta la epigenética, ciencia que está irrumpiendo con decidido empuje y que estudia de qué manera el entorno físico puede modificar la expresión del genoma. Y esto no significa que se modifique el ADN (las leyes de Mendel siguen vigentes y la epigenética no corrige a Darwin en favor de Lamark: la función no crea al órgano), pero el entorno sí puede modificar la expresión de esos genes a través de la metilación (incorporación de un grupo metilo-CH3-) del DNA.
La metilación en las bases de citosina, cuando se encuentran próximas a una base de guanina mantiene inhibido el gen e impide su expresión fenotípica. ¿Podríamos decir que la mutilación de derechos favorece la metilación del DNA? Sin duda alguna. Si queremos retrasar nuestro encuentro con Caronte, en ese tránsito inevitable por la laguna Estigia al otro mundo, más nos vale invertir en entornos saludables y condiciones sociales dignas, que seguir alimentando a las incipientes biotecnologías con nuestras anatomías, nuestros metabolismos y nuestra paciencia.
Porque, como decía el genial Perich, "no solo es más fácil que un pobre entre en el reino de los cielos, sino que también tiene muchas más posibilidades de hacerlo antes". En los últimos años, conscientes los profesionales y los organismos independientes del gasto superfluo que se está despilfarrando en las biotecnologías médicas, y los efectos secundarios que de ellas se derivan, están cobrando protagonismo los movimientos “No Hacer” en un intento de proteger a los individuos y las sociedades de sus efectos colaterales. Y es que, siguiendo con la genética, en el ADN de los médicos está el intervencionismo, el afán de diagnosticar y el miedo absoluto por el falso negativo, despreciando al falso positivo.
El neurocirujano Henry Marsh, en su libro Ante todo no hagas daño (Editorial Salmandra) escribe: “Tardas tres meses en aprender la mecánica de una intervención de cirugía, tres años en saber cuándo operar y 30 años en saber cuándo no hacerlo…”. Magnífica reflexión que nos acerca a la sabiduría que da la experiencia y el conocimiento acumulado, pero que nos debería llevar a los médicos, a que cambiásemos nuestros paradigmas excesivamente intervencionistas y mostrásemos una cara más amable con el paciente que acude a nosotros, y a las universidades a que modifiquen sus enfoques de enseñanza de la medicina por modelos menos biologicistas y más comunitarios.
La ciencia médica, a diferencia de las matemáticas y la lógica, es una ciencia empírica, no formal. Se sitúa, junto con la física, la química y la biología, en el tronco de las ciencias naturales, pero a diferencia de aquellas, la medicina es una ciencia aplicada que se mueve en un extenso campo de incertidumbre. Esta incertidumbre no es privativa de la medicina, pero aquí adquiere una gran relevancia al tener que tomar decisiones sobre elementos tan sensibles como la vida de los individuos. Cada ciencia ha combatido la incertidumbre con las herramientas que les eran propias. La física lo ha hecho con una medida que no hace otra cosa que medir el grado de incertidumbre de un sistema: la entropía.
La entropía determina el estado de magnitudes macroscópicas en función de la configuración de estructuras microscópicas definidas por sus estados posibles. Para simplificar su cálculo convierte los infinitos microestados posibles (en función de la posición, velocidad, temperatura…) en estados energéticos discretos: como premonición a la futura teoría cuántica, la entropía predijo que la energía no podría variar de manera continua, sino “en paquetes” o “quantum” de energía. Para reducir sus dominios emplea logaritmos, con lo que disminuye de manera exponencial el número de “microestados posibles” y posibilita que la entropía se sume por mucho que los microestados se multipliquen (el logaritmo de una multiplicación es la suma de logaritmos). Matemáticamente, la entropía se mueve en un entorno de probabilidades en las que tan solo existe una certeza: la entropía de todo sistema cerrado aumenta, aumentando el desorden y el caos en forma de materia y calor.
En medicina, la incertidumbre la hemos resuelto erróneamente con la biotecnología, propiciando cada vez más pruebas y generando a veces más preguntas que respuestas (¿o será al revés?) y con la falsa seguridad de que podemos, aplicando nuestros procedimientos diagnósticos o terapéuticos, reducir el riesgo a 0, y dar respuestas a todo. Como sostiene el doctor J. A. Repullo, el problema estriba en que pensamos que cada síntoma requiere una exploración (a ser posible una resonancia magnética, hablando de lo cuántico), cada órgano un especialista (y cuanto más conocimiento de ese órgano, ignorando completamente otros, mejor) y cada problema una intervención. Pareciera que nos hemos olvidado del poder sanador de una mirada (y también “diagnosticador”) y que la mejor tecnología diagnóstica es escuchar al paciente, situar su problema en su contexto sociofamiliar, explorarlo y realizar un abordaje psicosocial, algo tan común para todo médico de familia. Como decía la doctora Barbara Starfield, la mejor manera de conseguir sociedades más saludables es apostar por la atención primaria, que no solo representa un nivel asistencial, sino que es una estrategia para dotar a las poblaciones de una mayor equidad y de un mayor nivel de salud. Se trata del nivel asistencial menos dependiente de la altísima tecnología y que basa su metodología en el seguimiento longitudinal en la vida del individuo, en la escucha y en el enfoque holístico de la enfermedad. Al igual que el avance tecnológico puede precipitar una catástrofe ecológica por el calentamiento global, apostillaba la doctora Starfield, las biotecnologías pueden atentar contra la salud por su mala utilización. La medicina omnisciente y omnipotente, aplicada indiscriminadamente, no solo no resuelve satisfactoriamente los problemas de salud de la comunidad, sino que genera un gasto inasumible en las sociedades en las que se aplica, comprometiendo seriamente el estado del bienestar y creando esas desigualdades de la que hablan los epigenetistas. Se diría que la relación entre médicos y enfermedad se comporta como una función en forma de U en la que la situación más favorable sería tener el número justo de profesionales sanitarios: el defecto y el exceso obrarían como determinantes de mala salud. Como afirma el profesor Elliot Fisher, de la Universidad de Dartmouth, se podría enviar un tercio de los médicos americanos a África y mejoraría la salud de ambos continentes.
Con el sistema que critica el doctor Repullo, no solo no disminuimos la incertidumbre, sino que la aumentamos con nuestra iatrogenia, sobrediagnósticos, y efectos secundarios. Eso sí, mantenemos incólume el segundo principio de la termodinámica que asegura que la entropía del sistema aumenta, aumentando el desorden y el caos.
A la física le corresponde el mérito de haber modelizado la duda en el denominado “principio de incertidumbre”, cuya clave la dio el físico alemán Werner Heisenberg, llegando a su desarrollo gracias a la aplicación del cálculo matricial, en lugar del diferencial, que tiene la particularidad de que no posee la propiedad conmutativa. A veces una intuición nos puede llevar a la resolución de un problema. Los médicos deberíamos recurrir, en nuestra lucha contra la incertidumbre, a herramientas que también nos son propias y entre las cuales se encuentran las matemáticas. Afortunadamente, no tenemos que aplicar ni el álgebra de matrices ni los logaritmos. Tan solo tener en consideración que cuando justificamos un tratamiento porque disminuye el riesgo de manera muy importante (reducción del riesgo de fracturarse la cadera en un 50%), si ese riesgo es ínfimo (la probabilidad de fracturarse la cadera de una mujer de 50 años en los próximos 10 años es de 0,20% en la Comunidad de Madrid), el beneficio que se obtiene es muy inferior a los supuestos beneficios (reduciría el riesgo al 0,10%). En este caso, el realizarse pruebas (densitometrías) que pueden duplicar el riesgo de fracturarse al doble (hasta un 0,40%) carece igualmente de utilidad pues ese riesgo sigue siendo ínfimo. Otra consideración importante que es preciso tener en cuenta es que la capacidad de una prueba para predecir un evento depende sobre todo de la probabilidad de ese individuo de tener dicha enfermedad, y esto es una consecuencia del teorema de probabilidades condicionadas de Bayes. Una prueba de esfuerzo positiva en un individuo de 50 años fumador y que consulta por un dolor sospechoso tiene un grado de incertidumbre mínimo (hablaríamos casi de certeza diagnóstica de que el paciente padece de enfermedad coronaria). Esa misma positividad en un chico de 25 años asintomático no tiene validez alguna. Es por eso por lo que es necesario que las pruebas diagnósticas que realicemos se indiquen a personas de riesgo o con alta sospecha de enfermedad. Ya lo decía don Quijote hablando del oficio de caballero (que yo también aplicaría al de médico), el profesional que lo profesa ha de ser jurisperito, y saber las leyes de la justicia distributiva y comutativa, para dar a cada uno lo que es suyo y lo que le conviene…
Es una pena que en el desarrollo tecnológico de las últimas décadas, los médicos nos hayamos quedado tan entusiasmados por el proyecto genoma (que no por la epigenética), las biomoléculas y la tecnología de los positrones, y no nos hayamos encandilado con las recientes investigaciones sobre la plasticidad neuronal, las neuronas espejo y la potencia regenerativa de la empatía. En esta carrera desbocada de acumular pruebas diagnósticas de manera irracional, deberíamos aprender a detenernos, a saber mirar atrás, al paciente, conscientes de que a diferencia de Orfeo la realidad del enfermo no se desvanecerá para siempre si sabemos hacerlo con el suficiente respeto.
Sobre lo normal y lo patológico o sobre lo infructuoso del trabajo de Sísifo
Como comentábamos en el apartado anterior, el enorme desarrollo de la medicina ha propiciado, impulsado por intereses muy concretos, la aparición de un fenómeno denominado medicalización, que consiste en considerar como enfermedad toda situación que provoque sentimientos o comportamientos desagradables o no deseables, ligados al hecho de vivir. La ciencia médica se dota de nuevas taxonomías en las que incluir cualquier situación que genere sufrimiento, incluyendo en este nuevo paradigma situaciones vitales ligadas al malestar (síndrome postvacacional), al deterioro físico (bolsas en los ojos, manchas en la piel) al envejecimiento (menopausia, andropausia), a la tristeza, la soledad, la frustración o la pena. La timidez es considerada como alteración de la personalidad de la misma manera que se proponen abordajes agresivos ante el duelo del familiar o allegado, como si no fuera razonable llorar por los que (y con los que) tanto quisimos. Las estrategias de este proceso de medicalización van desde la concienciación sobre determinados “problemas” falsamente considerados de salud, hasta el alarmismo y la distorsión de realidades concretas. Y todo con el terreno abonado de una sociedad de consumo seducida por el éxito, la belleza, la juventud, atemorizada por el miedo desmedido a enfermar y abducida por la innovación tecnológica. Una población dispuesta a vivir más enferma, con tal de morir más sana.
Las compañías farmacéuticas, como estrategia de promoción de la terapia hormonal sustitutiva, no tuvieron más que relacionar la menopausia con el envejecimiento y el deterioro físico para incrementar sus ventas de manera exponencial. Se transformó un proceso fisiológico en enfermedad y se achacó al déficit hormonal todo síntoma que aconteciera durante esa etapa vital. A la terapia hormonal le atribuyeron todo tipo de panaceas con la promesa de curar la depresión, el deterioro cognitivo, la osteoporosis, prevenir la enfermedad cardiovascular, remediar la incontinencia urinaria, mejorar la sexualidad…, hasta el punto de que se acuñó el término de tratamiento para la “salud integral” de la mujer. Se crearon unidades de menopausia en todos los hospitales, promocionando un tipo de tratamiento específico para una enfermedad muy inespecífica.
Se entendió mal la menopausia, dotando a un proceso fisiológico de la categoría de enfermedad, hasta que los resultados del estudio WHI12 desmintieron los supuestos beneficios de la terapia hormonal en la “salud integral” de la mujer. Desde entonces, el interés de los menopausiólogos no se centró tanto en la “salud integral” como en la “salud ósea”, en un intento de enmendar a la propia naturaleza con su contumaz manía de que las mujeres con la edad pierdan masa ósea. De esta manera aparece una nueva modalidad de salud fragmentada por órganos (salud ósea, salud cardiovascular, salud intestinal…), como si la salud global pudiese entenderse como la suma de aspectos particulares de los diferentes aparatos, desoyendo aquella premisa de la termodinámica según la cual la suma de las partes tan solo es igual al todo cuando las partes no interaccionan.
Y aquí obviamente interaccionan. ¿Acaso es salud ósea someter a mujeres con mínimo riesgo a tratamientos que favorecen complicaciones en el ámbito de la “salud no ósea” (las trombosis venosas y la fibrilación auricular son algunos de los efectos secundarios de los tratamientos de la osteoporosis) e incluso de la “ósea” (la osteonecrosis y las fracturas atípicas pueden ser, igualmente, producidos por tratamientos antireabsortivos)?. En la nueva clasificación de diagnósticos psiquiátricos (DSM V), aparece como entidad el deterioro cognitivo leve. ¿Enfermedad o consecuencia del envejecimiento? Resultan ilustrativos los resultados del estudio AgeCoDe13, de tres años de duración y en el que se siguió la evolución de 3.327 pacientes sin demencia y mayores de 75 años. De los 357 ancianos diagnosticados de deterioro cognitivo leve, un 22,4% de ellos tuvieron un curso progresivo (verdaderos positivos) y en un 41,5% remitió su sintomatología (falsos positivos). Lo verdaderamente relevante para contestar a la pregunta anterior es que los verdaderos positivos en absoluto se benefician del “diagnóstico precoz”, ya que el tratamiento apenas modifica el curso de la enfermedad y los falsos positivos… Como decía la doctora Iona Heath, la biotecnología con sus sobrediagnósicos oscurece en muchos casos las causas socioeconómicas de la mala salud, al dirigir el objetivo erróneamente a causas biológicas y fomentar el consumo desproporcionado de fármacos en absoluto inocuos. Para contrarrestar esta situación habrá que aceptar condiciones inherentes a la vida, como es el propio envejecimiento. El empeño por transformar en enfermedad lo que tan solo son contingencias de la vida cotidiana supone un esfuerzo titánico abocado al fracaso del volver a empezar, cual Sísifo, si no hacemos un ejercicio de aceptación.
Sobre la búsqueda del conocimiento de la ciencia médica o el escabroso camino que nos devuelve a Ítaca
En la introducción de sus memorias, el matemático, filósofo y Premio Nobel Bertrand Russell hablaba de las tres pasiones simples, pero abrumadoramente intensas, que habían gobernado su vida: el ansia de amor (porque en él he visto, en una miniatura mística, la visión anticipada del cielo que han imaginado santos y poetas), la búsqueda del conocimiento (he tratado de aprender el poder pitagórico en virtud del cual el número domina al flujo) y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad (en un mundo de soledad, la pobreza y el dolor convierten en una burla lo que debería ser la existencia humana).
Cualquier médico debería estar imbuido por estas tres pasiones, y la ciencia médica, en su búsqueda del conocimiento, debería impregnarse de esa piedad por el sufrimiento humano…, pero, desgraciadamente, el progreso de la ciencia no siempre discurre por senderos ajenos a intereses concretos, y cuando lo hace, no siempre respeta criterios éticos básicos. En el año 2010 se desclasificaron documentos que fueron aireados por la prensa gracias al descubrimiento de Susan Reverby sobre el experimento que llevó a cabo el Gobierno americano en Guatemala entre los años 1946 y 1948. El Servicio de Salud Pública Norteamericano pretendía investigar sobre la eficacia de la penicilina en la sífilis y para ello potenció la infección de población carcelaria con prostitutas infectadas de sífilis, y cuando la exposición no fue suficiente, se procedió a la inoculación de las bacterias que causan la sífilis, el cancroide y la gonorrea. En el año 1997 el Presidente norteamericano Bill Clinton pidió perdón por el estudio, considerado como la más infame investigación biomédica de los Estados Unidos, el denominado “Estudio Tuskegee”, y que también tuvo en la sífilis su objeto de experimentación. Este estudio se inició en el año 1932 y su objetivo era evaluar la evolución de los pacientes con sífilis a lo largo del tiempo. En el año 1947, cuando ya la penicilina se había mostrado eficaz en la curación de la sífilis, a los centenares de varones negros de Alabama que configuraban la cohorte de estudio se les denegó el tratamiento, mientras los observadores veían cómo esta cohorte moría de enfermedad cardiovascular, complicaciones neurológicas o tenían hijos con sífilis congénita. El estudio continuó hasta el año 1972, fecha en la que la prensa divulgó los objetivos del estudio y la presión popular presionó para su paralización.
Afortunadamente, en el momento actual no tenemos procesos que violen tan flagrantemente los principios éticos básicos, pero sí, desgraciadamente, existen intereses ocultos que entorpecen la ansiada búsqueda de la verdad en la ciencia médica. Y ahora el debate ético no se plantea en los términos de hace un siglo, sino en las estrategias comerciales que inundan gran parte de los documentos científicos y en la contaminación sesgada de los trabajos de investigación. A nadie se le oculta que la industria farmacéutica está detrás de muchos consensos y de muchas estrategias tendentes a “consumir más fármacos”. En el citado ejemplo de la prehipertensión, el asunto saltó a la prensa al demostrarse que la America Society of Hipertension recibió 700.000 dólares de tres compañías farmacéuticas para una serie de conferencias promocionando la prehipertensión. Son conocidos los sesgos que presenta la investigación financiada y no independiente, de tal manera que la ansiada verdad que busca todo estudio de investigación a veces se ve entorpecida. Teniendo en cuenta que la investigación científica la realiza mayoritariamente la industria y que en la investigación de una molécula, la posibilidad de que los resultados sean favorables al fármaco en cuestión es 4 veces mayor cuando el estudio está financiado que cuando se hace de manera independiente, el dilema ético está servido. Las estrategias para dirigir los resultados a las conveniencias del promotor son variadas. Una de ellas es la de elegir variables no trascendentales (las llamadas variables subrogadas) que permiten salir airosas a drogas que bajan la glucemia pero que aumentan el riesgo cardiovascular, hipolipemiantes que no reducen eventos coronarios o antihipertensivos con nulo efecto en los acvas.
Nuestro desconocimiento de la enfermedad posibilita que dichos fármacos se nos presenten como útiles, y es una estrategia aprovechada por la industria para obtener “beneficios”, amparándose en la supuesta evidencia científica. Otras veces el problema es de validez externa de los estudios. Estudios formulados de manera impecable (se garantiza la validez interna que tiene que ver con el desarrollo metodológico del mismo), pero el salto a su aplicabilidad a la población puede presentarse más que dudoso (falta de validez externa). El ejemplo típico es el de los ensayos clínicos realizados en mujeres entre 50 y 90 años en los que se demuestra disminución de fracturas con el tratamiento X. El resultado es satisfactorio tan solo en las mujeres fracturadas entre los 80 y 90 años, pero en las conclusiones del mismo se remarca su eficacia en mujeres de 50 a 90 años. ¡Magnífico marketing del medicamento utilizando medias verdades.
Pero como decía el doctor Sackett en la editorial de La arrogancia de la medicina preventiva, por encima de las compañías farmacéuticas, cuyo interés es vender, están los profesionales sanitarios que como líderes de opinión difunden la bondad de los fármacos, la asepsia de los consensos y defienden la ética de su actuación, cuando no siempre es así.
En un reciente informe publicado, al analizar las guías clínicas canadienses, el 75% de ellas tenían al menos un autor con lazos con la industria del medicamento, y en el 21% de las guías todos los autores tenían este conflicto de interés.
Cuando los estudios no dan los resultados que se espera de ellos, existe el sesgo de no publicación que entorpece el progreso del conocimiento, y veces los estudios se acortan voluntariamente para que la verdad no se abra paso entre la suma de datos, de estadísticas y de procedimientos de confusión. La Medicina basada en la evidencia ha sido una de las revoluciones que ha presenciado la ciencia médica en los últimos años, pero desgraciadamente, a pesar de sus principios de buena praxis, lo cierto es que existen resquicios por los que adulterarla. Demasiados intereses de notoriedad o de lucro rodean ese acto médico que debiera impregnarse de las tres razones aludidas de Bertrand Russell, pero que se ven torpedeadas por intereses espúreos. Pero hablando de salud, la adulteración de la verdad no solo la protagoniza la industria farmacéutica, sino que existen otras industrias con intereses concretos que también desarrollan sus estrategias.
Las industrias de la alimentación igualmente nos inundan revistiendo de información científica lo que tan solo es propaganda comercial. Se promocionan leches enriquecidas con ácidos omega 3, cuando la dosis que habría que tomar es de 4 y 8 litros al día, y ello para obtener un efecto en los triglicéridos, y no en el colesterol.
Se nos venden conceptos con gran impacto mediático, como las dietas depurativas, purificadoras y desintoxicantes de nula evidencia científica, pero de fuerte impacto en la población, invocando conceptos atávicos en las culturas tradicionales, como el del ayuno (en cuaresma, en el ramadán) o la purga. En 1950, la Sugar Research Foundation financió estudios en los que se hacía hincapié sobre el papel de las grasas saturadas y el colesterol en la enfermedad coronaria, restando importancia a las evidencias existentes sobre el consumo de sacarosa y alertando sobre los peligros de las grasas en las dietas.
Pero la controversia continúa. Se siguen dando recomendaciones dietéticas en población general, no avaladas por estudios de calidad, sobre la ingesta de calcio y vitamina D para la prevención de osteoporosis. Dichas recomendaciones pueden conducir a la indicación de suplementos con los consiguientes efectos secundarios en términos de litasis o incremento del riesgo cardiovascular, sin que existan datos a favor de reducción del riesgo de fracturas.
La obsesión por la salud en la alimentación es equiparable a la de las tecnologías sanitarias, hasta el punto de que se dice que somos lo que comemos. Pobre conclusión sobre la complejidad del ser humano, cuando seguramente lo que somos está más en relación con las conversaciones mantenidas, los libros leídos, las películas vistas y las personas amadas… aunque esto no siempre produzca salud.
Como vemos, en este periplo por recalar en nuestra Ítaca estamos demasiado expuestos a escenarios adversos, a Circes que nos engañan, a Calipsos que nos seducen, a Polifemos que nos alarman…, y es que a veces el sueño de la sinrazón produce monstruos.
Alberto López García-Franco
Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria.
Presidente de la Sociedad Madrileña de Medicina Familiar y Comunitaria (SoMaMFyC)