Tres extrañas historias de la consulta
Hamza es un chico de unos 20 años. Natural de Marruecos, hace 3 años que vive en Cataluña. Sabe hablar perfectamente el castellano y chapurrea el catalán bastante bien. Lo más sorprendente de Hamza no es quién es, qué idioma habla o dónde vive. Lo que más sorprende es su historia. Conocí a Hamza en la consulta. Hamza trabaja como agente forestal. Y durante unas semanas seguidas, vino a la consulta, semana sí semana también, a solicitar la baja laboral por un par de días alegando motivos de salud muy banales. La primera vez me explicó que una insolación le provocaba un malestar terrible y no podía levantarse para ir a trabajar. La siguiente me dijo que un golpe de aire mientras dormía le había hecho tortícolis y eso le impedía ponerse recto de pie. Otro día me pidió la incapacidad laboral por un dolor de muelas que le provocaba un dolor espantoso. Y así, dos o tres semanas sucesivas más.
El último día que lo visité de urgencia, no pude evitar hacer que la urgencia se convirtiera en una consulta más larga para conocer un poco sobre la vida del chaval. Tengo que admitir que me curioseaba ver el chico cada semana por motivos tan banales. También es verdad que me inquietaba tener que expedir tal cantidad de bajas a un joven aparentemente sano. Pero lo que más me preocupaba era cuál era el verdadero motivo de su absentismo laboral. Es cierto que no sé si lo he descubierto o no, pero tengo que admitir, que el jovenzuelo no ha vuelto a pedir una visita de urgencia hasta ahora.
Durante la última sesión, le comuniqué al mozo, mi incomodidad y le pedí si le importaba dedicarme unos minutos para conocerle más. Le pregunté si en el trabajo todo funcionaba bien, si tenía algún problema a nivel emocional o si con los de casa todo funcionaba como él quería.
Me aceptó que el trabajo no estaba a disgusto, aunque trabajar no era lo que más le gustaba en esta vida. Me dijo que vivía cómodamente con unos compañeros de piso y todo iba sobre ruedas. Resultaba tener una pareja, aunque vivía a 100 km de distancia. Cuando me habló de su familia, bajó la cabeza, y me dijo que vivían en Marruecos. Tenía contacto casi a diario con alguno de ellos pero hacía tiempo que no los veía. Le pedí cómo había llegado a tierras catalanas y ahí fue donde me estremecí.
Tenía 16 años cuando probó por primera de subir, y digo subir aunque no sea la palabra adecuada, a un camión para venir hasta la península española. Me explicó su historia con todo detalle. Me dijo que cada día intentaba tres, cuatro, cinco o seis veces de esconderse debajo un camión que estaba aparcado en un parking cerca del puerto. Normalmente era visto por un agente de la policía, que lo hacía marchar. Pero él volvía a probarlo en aquel o a otro furgón que estaba estacionado cerca. A veces, el mismo camionero se percataba de la situación y lo echaba a patadas. Esto no hacía perder la esperanza del joven, que sin pensar si era lo correcto o si aquel hecho le podría provocar algún peligro, se adentraba de nuevo entre las ruedas de los grandes automóviles para buscar una nueva vida. Y así, cada día, cada mañana y cada tarde durante unos meses. No recordaba cuántas veces lo intentó, pero más de un centenar, seguro.
Hasta que finalmente una de las veces tuvo éxito. Su éxito, en ese momento, consistía en ponerse estratégicamente bajo el automóvil, sin que nadie lo viera. Y aparte de eso, que el vehículo iniciara su marcha, rumbo a España. Pero este éxito también tenía que ver en cómo se aguantaría bajo el coche. Yo os aseguro que no tengo ni idea de automoción, pero puedo imaginarme que bajo un auto de tales dimensiones, no equivale ni de lejos a ser un lugar seguro, tranquilo y cómodo. Y de hecho, en eso consistía todo, en agarrarse tantas horas cómo el camión estuviera en marcha bajo la chatarra de aquel trasto. No importaba cuántas horas estaba el camión parado antes de irse, no importaba la velocidad a la que avanza el coche, no importaba cuántas horas estaría conduciendo el camionero, no importaba dónde se detendría el automóvil. Lo más importante en aquellos momentos era aguantar como fuera allí debajo.
No sé exactamente de dónde sacaba la fuerza Hamza. Pero puedo imaginarme que tendría que ver con la esperanza de una vida mejor, con la ilusión de mostrar lo conseguido, con la recompensa de los intentos fallidos antes de conseguir esconderse por última vez, con el deseo de que las cosas mejoren, con el miedo a volver a ser visto y deportado de nuevo con los de casa, con la angustia de sobrevivir allí abajo, y sobre todo de la misma fuerza que da la fuerza para aferrarse incondicionalmente a la vida. Y así fue como aterrizó en la península. Libre de equipaje y sin más que la ropa puesta, fue a parar a un centro de menores. Aquí lo guiaron hacía la nueva vida deseada, hasta llegar un buen día a mi consulta. Agradezco que el chico haya puesto palabras en su periplo, para hacerme conocedora de sus experiencias. Y es que lejos de opiniones varias del estado actual de la inmigración, lo que ha pasado ahora, después de todo, es que Hamza ha venido de nuevo a verme, pero a mí, no se me ha debatido en ningún momento la expedición de una baja por motivo banal. Mi visión del chico ha cambiado. Y es que me he transformado de una médica cuestionadora a una más protectora, o simplemente, a una más comprensible y humana.
♦♦♦
Güell i Figa E, Haro Iniesta L, Iglesias Carrión C, Aparicio Ruiz P, Vidal Calvo N y Sabaté Nuria L
Resumen: Tres narrativas clínicas cortas que muestran el lado más sorprendente, paradójico pero igualmente humano de la consulta diaria del médico de familia.
Lee el resto de historias en el Blog DocTUtor de verano